Cuando hablamos de innovación en las organizaciones, solemos centrarnos en las ideas, las metodologías o las personas. Pero hay un elemento muchas veces ignorado y profundamente influyente: la estructura organizativa. ¿Cómo nos organizamos para innovar?
En principio, cualquier estructura organizativa puede ser válida para fomentar la innovación, siempre que se acompañe de una cultura adecuada, liderazgo comprometido y procesos flexibles. Sin embargo, hay estructuras que, por su propia naturaleza, resultan más proclives a estimular el cambio: la estructura matricial y la estructura por proyectos.
La estructura matricial combina dos dimensiones organizativas: por funciones y por proyectos o productos. Esta doble mirada permite integrar especialización y enfoque, generando sinergias entre equipos diversos. Aunque puede generar tensiones en la toma de decisiones, bien gestionada promueve la colaboración interdepartamental y favorece la aparición de soluciones innovadoras.
Por su parte, la estructura por proyectos se basa en la creación de equipos temporales y multidisciplinares para abordar retos concretos. Esta forma organizativa otorga agilidad, fomenta la autonomía y permite a las personas implicarse en iniciativas que dan sentido a su trabajo. Es especialmente útil en contextos donde la innovación debe responder a cambios rápidos en el entorno.
Ahora bien, adoptar una estructura más flexible no garantiza por sí sola la innovación. Es necesario acompañar esta forma organizativa con una gobernanza que equilibre libertad y alineamiento, que garantice recursos y tiempos para la experimentación, y que evite que las estructuras tradicionales se impongan por inercia.
En definitiva, innovar también es una cuestión de forma. La manera en que nos organizamos puede impulsar o bloquear el potencial creativo de las personas. Elegir estructuras más adaptativas y orientadas a proyectos es una apuesta por una organización más viva, conectada y capaz de evolucionar.